Fragmento del libro "Por Tierras de Guadalajara y Soria. De Sigüenza a Gormaz" escrito por Fidel Vela, que nos cuenta su viaje a pie por estas tierras en el verano de 1957. El viajero sale de Barcones y se dirige a Rello siguiendo los caminos de herradura, hoy desdibujados, que acompañan al curso del rio Escalote. En las dos leguas cortas de trayecto, el viajero, al que acompaña un trecho el maestro de Barcones, encuentra en estas tierras altas de despejados horizontes, cuadrillas de segadores, manadas de buitres, y otros viajeros que también van a pie como él.
Para ir a Rello no hay carretera; hay un camino de herradura bastante aceptable. El Escalote, un hilillo de agua, acompaña a los caminantes un buen trecho. Después de atravesar a lo largo un prado verdegris, cruzan el río. A poco el camino asciende a la alta planicie y el Escalote, de juguete, se pierde en la garganta de un barranco. Donde la anchura del barranco lo permite, se ven algunos huertos de judías, patatas , berzas y remolacha. Los de Barcones denominan a este paraje la Huerta Murcia. Desde lo alto, el caminante, comprueba agradecido que todavía le es dado contemplar, aunque sea por última vez, el pueblo que deja, allá al fondo, medio confundido con el paisaje rojo y negro. Sobre Barcones flota una densa nube, dorada y brillante, que forma el polvo pajizo de las eras.
En "los hombros del gigante", se pierde la vista en cualquier dirección que se mire. Al otro lado del horizonte, podría aparecer el mar, el desierto o quién sabe qué. Los montes de mies puntean los rastrojos. Algunas cuadrillas de segadores, esparcidas por la llanura, trabajan sin descanso. Se ven caballerías transportando la mies, por todos los caminos, balanceándose como barcos hacia el puerto. Los caminantes se apartan si no quieren verse arrollados. Tras las mulas andan los hombres aprisa, para seguirlas. Llevan la cabeza baja y marcadas en sus rostros las duras huellas del trabajo. Ni uno solo ha pasado sin saludar cortesmente a los caminantes.
A medida que estos avanzan el campo ancho, interminable, se va quedando más solo. Ya han dejado de ver los hombres, las mulas y una espesa e inquietante soledad domina la gran llanura. A la derecha, distante, se adivina Barahona de las Brujas: confusa, imprecisa, la torre de su iglesia. Hace muchos años, cuando Ortega y Gasset llegó a Barahona, el vecindario entero perseguía un enjambre que se había escapado. "El enjambre se prende a una arista de la torre, en lo más alto del pueblo, y el último sol hace de él un espléndido e hirviente racimo de oro". Ahí queda eso. Mejor, imposible.
A la izquierda se divisa una atalaya redonda sobre un alcor. Existieron, según el maestro, siete u ocho atalayas para comunicar Berlanga con Sigüenza, pero no han resistido el paso del tiempo más que dos o tres. Del resto, ni una piedra se conserva. El maestro y el caminante llevan una conversación fluida y animada. Han hablado ya de muchas cosas. Pero al final, el caminante opta por escuchar solamente: para eso ha salido de su casa.
_Aquí, en Barcones, los chicos han desarrollado un gran sentido de la ironía _dice el maestro_. La heredaron de mi antecesor, que era un satírico de cuidado. Pobre del forastero que quiera dárselas. Se lo comen vivo.
_¡Qué bárbaros!
- El caso, que antes la gente no era así. Pero aquel hombre consiguió inculcarles su temperamento. En verdad, que si un profesor se lo propone hace de los chicos lo que le dé la gana.
Cuatro o cinco buitres vuelan en círculo a gran altura, bajo el cielo azul cencido.
Estos quebrantahuesos o abantos _el maestro los señala con los ojos_ por esta zona son muy peligrosos. Entérese de lo me sucedió hace tan solo un par de años o tres. Venía yo de Rello con una perra que tenía, tuerta la pobrecilla y bastante vieja. Siempre iba delante de mí, como a unos treinta metros. De pronto, se presentaron seis o siete quebrantahuesos grandes,como camellos, y se tiraron sobre ella en picado, igual que los aviones de combate. La perra comenzó a chillar, enloquecida. Supuse que al primer intento ya la habían herido. Repuesto de la sorpresa, cogí algunas piedras y se las tiré para espantarlos, pero los muy putas, me hicieron cara y no pude evitar que se la comieran. A la pobre le habían sacado el ojo que le quedaba y corría de acá para allá sin rumbo, dando unos alaridos estremecedores, casi humanos.
Hace una pausa, inclina la cabeza apenado y continúa:
_Luego, la tiraron al suelo y la despanzurraron en un santiamén.
El maestro no abandona todavía el tema de los buitres.
_Algunas ovejas, se caen en los surcos profundos o de rajalomo, como les llaman por aquí, y les resulta difícil incorporarse. Si el pastor no se da cuenta, llegan los abantos y se las zampan, empezándolas por la barriga.
Aunque sopla una ligera brisa, el sol aprieta de lo lindo. El maestro se ha desprendido del jersey y va en mangas de camisa. Los caminantes han dejado de hablar, marchan en silencio, a buen paso. El sudor les brota de las frentes. No se ve un alma en los alrededores, el campo sigue inhabitado. Algunas avenas raquíticas permanecen aún sin segar.
Del resto, sólo quedan las rastrojeras limpias. El caminante ha invitado varias veces a su compañero a que se vuelva, pero él desea continuar un poco más.
_Este camino no tiene pierde, mas para uno que no lo ha seguido nunca, siempre le resulta algo complicado. Dos kilómetros antes de llegar a Rello ya se divisan sus murallas.
Media hora más tarde el maestro decide regresar.
_ Bueno. Supongo que sabrá llegar. Todo esto adelante, sin torcerse.
_Sí, sí. Creo que daré con el pueblo.
_ En cualquier caso, alguien se encontrará por el camino.
El maestro se ha parado, titubea. El caminante, que lo nota, le saca del apuro.
_Adiós, señor maestro. Muchas gracias por todo.
_De nada, hombre. Las gracias a usted que me ha librado de unas horas de aburrimiento.Se estrechan las manos.
_Adiós.
Cuando el caminante comienza a descender, vuelve la cabeza y ya no ve al maestro. Se ha quedado solo sobre la tierra y bajo el cielo. Experimenta, de súbito, una extraña, una fugaz inquietud. Y aprieta el paso. Recorridos unos kilómetros, al caminante le asalta la duda. Ha superado algunas bifurcaciones, el camino se le antoja menos nítido, menos hollado; de Rello, ni rastros. No le gustaría que le cogiera la noche por estos andurriales...
Pero su intranquilidad se desvanece pronto. Dos hombres siegan avena a unos cien metros del camino. El caminante se acerca a preguntarles. Visten camisa azul y zahones blancos de fuerte lienzo.
_Reyo ... Reyo ... Yo creo que es el pueblo donde ha ido nuestro amo _vacilan los segadores. Parecen andaluces o cosa así y, desde luego, el caminante infiere que están a dos velas, como él mismo. Les ofrece un trago de vino, que trasiegan con ganas, sin hacerse rogar.
_Adiós, amigos.
_Adió, que le vaya a usté bien.
Sin otras palabras, se agachan de nuevo hacia la tierra pobre estos hijos de ubérrima tierra. Y el caminante sigue con la incertidumbre de antes.
La vereda continúa descendiendo, entre trochas y quebradas, hasta desembocar en un profundo barranco. Discurre paralela al borde mismo del cauce de una sinuosa y angosta torrentera, de cuyas paredes cuelgan algunas matas de polvorientas endrinas. Ha cambiado bruscamente el color de la tierra, que es ahora blanca y gredosa, sin pizca de arena. Este barranco irrumpe a su vez en otro de mayor amplitud, por el que se desliza el Escalote con algo más de agua. En el río, el caminante se lava las manos y bebe un sorbo, esperando que sea cierto aquello de que agua corriente no mata a la gente. A la izquierda, se yerguen tres rocas blancas y encarnadas, muy próximas entre sí, esbeltas, arrogantes, algo erosionadas por la intemperie, que se diría estatuas femeninas de cuerpo entero. El caminante cruza el río y prosigue la marcha, en la esperanza de seguir el buen camino. Espesos juncos cubren el Escalote. No se ve ni un pájaro.
Poco más tarde aparece un hombre precediendo a una mula. La mula carga un serón con dos garrafas de vino.
_¿Voy bien por aquí a Rello? _pregunta el caminante.
_Si, sí. Va usted bien. En asomando a ese morro, ya verá las murallas _responde el hombre, deteniéndose. La mula aprovecha la parada imprevista para mordisquear en el suelo.
_¿Cree que encontraré posada?
_ Pues lo dificulto. Es un pueblo pequeño.
_Bueno, muchas gracias, ¡eh!
_Adiós, hombre. No hay de qué.
El barranco se abre a un extenso valle y aparece al frente una frondosa arboleda de chopos, mimbreras y olmos. Desde Barcones, estos son los primeros árboles que ve el caminante. En todo el trayecto ha sido acompañado por vegetación rateriza: tomillo, salvia, lechetrezna, cantueso y algo de ajedrea seca y olorosa. Y por fin, al fondo, se entreluce la muralla de Rello, a través de los árboles.
A siniestra, un camino blanco serpentea por la falda de un cerro luengo y desparramado. Entre el río y los huertos, un hombre de avanzada edad, se ensaña contra un chopo derribado, golpeándolo tenazmente con el hacha. Pese a la cercanía, los hachazos se perciben débiles, lejanos. No consiguen turbar el denso silencio del paraje. El caminante da al hombre las buenas tardes. El hombre reacciona de mala gana, sin levantar la cabeza, continuando a medias su trabajo.
_ Buenas _dice.
_¿Qué, se trabaja
_Aquí estamos, pasando el rato.
Cien metros más allá, el caminante se desprende de la mochila y, sin más, se tumba a la sombra benefactora de los chopos. Pasado un buen rato, se desnuda de cintura para arriba y se remoja el torso en un remanso del Escalote, con lo cual, vuelve a sentirse como nuevo, alegre, limpio de polvo y sudor. Sentado en un tronco añoso, se fuma un cigarro fresco, acariciador, reconfortante y se echa al coleto un generoso trago de vino tinto. Con la mirada fija en el horizonte, le invade un dulce sopor, un lánguido bienestar _imágenes seráficas, proyectos y recuerdos luminosos_, que han estado a punto de adormecerlo un poco. Pero suena la señal de alerta que lleva dentro y se apercibe que no ha salido por los caminos para dormitar en la primera sombra placentera.
Cinco mulas en fila pasan por una senda abierta en los rastrojos. En la primera de ellas, va montado un hombre a lo mujer, que mira insistentemente al semidesnudo caminante. El viento, arriba, bufando, doblega las copas de los árboles. De vez en cuando se desploman algunas ramas secas. Frente al caminante, unos pequeños huertos sembrados de remolacha, berzas y judías, se parcelan entre sí mediante unas endebles paredes, construidas a un solo hilo, piedra sobre piedra, que nadie sabe cómo se mantienen todavía en pie. Alguna que otra zarzamora ayuda a remarcar los lindes. Los árboles frutales brillan por su ausencia.
Antes de iniciar la cuesta para subir a Rello, a mano derecha, se levanta un molino de trigo que, a juzgar por el agua del río, de molino nada. Pero tiene rosas en todas partes, abundante follaje y un árbol copudo, de grueso tronco, que invita a sentarse plácidamente bajo su patriarcal tutela. Al caminante le gustaría poseer un molino como éste, íntimo, recoleto, de más quietud que trabajo.
Al divisar Rello por entero, el caminante queda profundamente impresionado.