Milagro en Berlanga
Historia encontrada en el blog
en un artículo publicado el 19 de julio de 2011
Aunque recuerde un título de película de García Berlanga, lo que voy a contar es historia verdadera. Qué digo, contar; casi revelar, porque esto lo sabe poquísima gente, incluso en la propia Berlanga.
La Colegiata se titula de Nuestra Señora del Mercado. Que no es ningún misterio mariano, sino el mercado o feria que allí delante se celebraba cada año por la Candelaria, del 2 al 9 de febrero, con gran golpe de público.
A la feria de 1587 llegan, entre los feriantes, dos hermanos plateros de Huete (Cuenca), Pedro y Bautista Rodríguez. Algo retrasados venían, porque al Pobre Pedro por el camino le había dado una jaqueca que lo tuvo tres días perdido, sin poder siquiera abrir el ojo derecho.
El día 9, último de la feria, que cayó en lunes, oyen misa en la colegiata. El doliente debía de parecer un jamelgo de picar toros, pues como buen jaquecoso se había encasquetado un ‘tocador’ que le tapaba el ojo y la parte dolorida.
Les habían hablado de las virtudes de un Santo Cristo nuevo, depositado en la iglesia hacía poco por su dueña, doña María Girón, mujer del Condestable y Duque de Frías don Juan Fernández de Velasco. Era una hermosa talla italiana en marfil, de poco más de un palmo, sobre cruz de ébano.
El ‘Cristo de Lepanto’, le decían. Uno de tantos que para la ocasión bendijo el papa san Pío V. Uno de ellos se guarda en El Escorial, regalo del pontífice a Felipe II. Este otro se lo había dado Sixto V al Duque en 1585. Y aunque pasaba (y pasa) por haber asistido a la batalla de 1571, blandido por un fraile capuchino en el fragor del combate, lo contrario era más cierto: que no estuvo allí, pues el fraile capellán no fué a Lepanto, sino a Chipre, y además se murió en el viaje. Es lo que me consta por documentos que, una vez más, pulverizan bonitas leyendas.
Este crucifijo pidió ver y tocar el migrañoso, con esperanza de curarse, pues perdido el negocio de Berlanga, todavía les quedaba la superferia de Tendilla, en la Alcarria, que se abría el 24 y duraba un mes, con mucho negocio de paños finos, joyas y plata.
El sacristán de la colegiata le mostró la imagen. Lo que después pasó entre el enfermo y el Cristo figura en un atestado expedido tres días después, a instancias de un clérigo en representación de doña María. Cuya sustancia es, que
“habiendo ido el dicho Pedro Rodríguez platero a le adorar, y habiéndole adorado al dicho santo Crucifijo, y puesta la corona de él en el ojo que tenía enfermo y malo, fue nuestro Señor servido que luego al punto se le quitó la dicha enfermedad y dolencia que tenía, y totalmente quedó y está sano y bueno; y nunca más ha tenido la dicha enfermedad. De lo qual se vio y manifestó clara y distintamente, así porque el dicho Pedro Rodríguez se quitó luego el tocador que tenía puesto en la cabeza, y abrió y cerró y pestañó el ojo, lo qual no podía hazer de antes…”
Aquella instancia tenía por objeto que el Corregidor de la villa, licenciado Garibay Zuazola, ordenase una encuesta pública en forma, “para que conste… y venga a noticia de todos el dicho milagro”. Curioso: la dueña del Santo Cristo pide tal “justicia” al juez nombrado por su marido, de quien dimana el poder señorial –simbolizado aquí por el rollo de Berlanga, el más vistoso de la provincia–.
No menos curiosa la deposición de un fray Antonio Escudero, franciscano, comisario de la bula. El cual como ‘testigo’ (sic) declara bajo juramento:
“Que, el miércoles de la ceniza próximo pasado, este testigo confesó y comulgó al dicho Pedro Rodríguez, y en todo lo que le trató y comunicó en lo espiritual y temporal coligió de él ser un hombre muy honrado y buen cristiano…, y le tiene por persona que piadosamente [no] dejara de decir verdad, especialmente con juramento y en negocio tan grave como este.”
El tal “miércoles pasado” era literalmente “ayer”, la víspera de la declaración. Ese día de penitencia, el padre Comisario bulero andaría ocupadísimo, como un feriante más en su tenderete, voceando sus bulas para que las gentes pudiesen aligerar la abstinencia cuaresmal. Los feriantes a buen seguro no escaparon al celo del religioso, que aparte de colocarles las sendas bulas les invitaría a cumplir con pascua. Los buenos plateros, producida la curación el lunes y citados a declarar, obraron sabiamente acudiendo al fraile a confesarse con él y cumplir con Pascua a cambio de la papeleta correspondiente, y de paso captarían su benevolencia comprándole bula. Fuera de eso, el fraile no conoce a su penitente de nada, y así es bien poco lo que puede ayudar.Las versiones del enfermo curado y de otros dos testigos, con ser tan pocas, tienen el mérito de ser divergentes. Como por lo demás suele ocurrir en estos milagros un poco embarullados. Según Pedro, lo que él hizo fue pasar un rosario por la cabeza del Cristo, y al hacerlo cayó rodando por el suelo la pequeña corona de espinas, que todos buscaron y él mismo, a pesar de su jaqueca, encontró y puso en contacto con el ojo doliente, quitándose el dolor al instante. Y lo que es más extraño, “nunca después acá ha sentido ninguna cosa de la dicha enfermedad”. Es decir, en dos días y medio no le repitió la migraña. Una curación definitiva, lo que vulgarmente se dice.
Divergente es también el sacristán o ‘sagrariero’. Del incidente de la corona caída, lo que a él le importa es que volvió a su lugar en la cabeza del crucifijo, sin mayor protagonismo en la cura milagrosa, que fue obra de la imagen entera. Cada versión responde a las preocupaciones del testigo, como suele ser en estos casos.
Así, sin fiscal ni abogado del diablo ni informe pericial, el corregidor Garibay dio por concluido el expediente. No se llamó a ningún médico que dictaminase sobre el mal y la curación; y para teólogo fue suficiente el fraile bulero. Nos quedamos con la curiosidad, o si se prefiere, con las ganas de saber si Pedro Rodríguez tenía antecedentes de jaqueca, que con tanta presteza se auto diagnosticó.
La jaqueca es una patología epileptoide, tan conocida como inciertas son sus causas, y aleatorios sus remedios. Entre estos, sin embargo, no se contempla el contacto con una corona de espinas, aunque sea la de un santo Cristo. También es sabido que los ataques remiten por sí solos, durando por lo general no más de tres días, y a veces el alivio se produce con rapidez. Fuese jaqueca “de libro”, u otra forma de cefalea seudo-jaquecosa, o en fin, alguna neuralgia facial, no entremos en ello, pues ni pone ni quita mérito al milagro.
En realidad, ni siquiera conocemos el objetivo real de la supuesta averiguación y “justicia” reclamada por la Duquesa. En plan especulativo, recordemos que en 1587 se tramaba la conquista de Inglaterra con aquella gran Armada que pasó a la Historia como ‘la Invencible’. En tal ambiente de entusiasmo religioso prebélico no quedaron sin promocionarse los “Cristos de Lepanto”.
El Cristo milagroso es inútil buscarlo hoy en la Colegiata de Berlanga. Doña María Jesús nada dice de él. Con buen acuerdo, su propietario don Juan, ya viudo de doña María, sopesó el riesgo que corría una pieza tan pequeña, de materiales preciosos como el marfil y el ébano, a riesgo de dejarse la corona, y quién sabe si el bulto todo, entre dedos demasiado devotos. Berlanga se quedó sin milagro.
El Cristo lepantino, o a lo menos elefantino, vino a parar al mismo convento que la sordomuda doña Juliana. En el museo de Santa Clara de Medina podemos verlo, entre el legado artístico de don Juan Fernández de Velasco. Por cierto, sin la corona de espinas. ¿Qué habrá sido de ella?
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[1] Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias. I p., l. 8, cap. 1, 10; ed. J. Pérez de Tudela, BAE, Madrid, Atlas, 1959, 1: 248.
[2] Estrella Figueras Vallés, Fray Tomás de Berlanga. Una vida dedicada a la Fe y la Ciencia. Soria, 2010.
[3] Archivo de Sta. Clara, Medina de Pomar, sig. 01.39 (Berlanga, 12 Febrero 1587).
[4] Ibíd., Perg. 150, 6): Certificación del crucifijo (Roma, 1 Mayo 1586).
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